Otoño
Ya se oyen los ladridos, al
fondo. Son los perros de la última finca, al final de esta hilera de casas
viejas. Después, no hay nada. Sólo el camino de tierra embarrado que lleva al
puerto. El ocaso les pone nerviosos. Trae consigo el beso de la montaña, que se
apoya en la tierra mojada y avanza, se hace camino entre los abetos y sigue, no
se para, raspando su paso con las primeras gotas heladas, hasta tocar las
tablas de la valla de haya que circundan la finca, atravesarlas. Es ahí, en ese
momento, cuando ladran. Todo alrededor se calla. Todo menos el aire de la
montaña que avanza. El viento hoy es más frío; corta como el filo fino de las
hojas, que no tienen huella aún que pueda moldearlas. Basta una caricia para excitarlas
y que, en la piel, se abra la carne acarminada. El cielo se ha quitado sus
ropas claras, sólo le queda un poco de malva. Lo guarda allá, en lo alto, más
allá de las miradas. Llevo esperando horas tras unas nubes engordadas, horas de
agua que no cambiaban, horas mojadas en la ventana. Los perros ya no ladran. El
beso se los llevó con las nubes y con el agua. Pronto veré las estrellas
lejanas.
mofred
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