De Frecuencia Púrpura

 

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Hay un colibrí, más pequeño aún, que el zunzuncito cubano. Es la Nildea de Púrpura. Ella pasa la vida migrando de un lugar a otro, en busca siempre del más apetecible y suculento néctar. Es tan pequeña, que puede viajar resguardada bajo el plumaje de un gentil flamenco o dejarse, incluso, llevar a lomos de los alisios y de los templados céfiros. Así, recorre el mundo, del bosque templado a la selva tropical, cruzando desiertos de suelo cálido y praderas variopintas, donde para, a veces, a curiosear. Y en los días de luna nueva, vuela a los montes cercanos al mar para bajarlos, con la brisa de noche, hacia la costa, a las mareas altas y, allí, alcanzar las estrellas en una gota de sal. Por cada lugar que sobrevuela, suelta luces de colores, que los árboles recogen, en sus ramas y en sus hojas, y guardan hasta el anochecer, cuando el viento baja de las nubes, para llevarse consigo las hojas bañadas en purpurina y en plata. Así vestido, quiere animar a su luna postrada. Todas las hojas vuelan. Surcan los cielos violáceos de poniente e iluminan la pronta noche de los montes, con un revoloteo colorido y gracioso, igual al de las mariposas que, a millares, se reunieron en la tarde a copular.

Son, todas estas purpurinas, heroínas ya de la noche. Musas de los cuentos de nana. La inspiración de las músicas de madrugada y la adrenalina poeta de las plumas calladas.

Los pájaros vespertinos las adoran. También los nocturnos. Pues facilitan la caza, en los prados y en la arboleda, y acompañan al claro de luna, que guía la pesca nocturna, en la orilla y en alta mar. Todos hablan de ellas. Sobre todo, aquéllos que sobreviven a las noches de caza y que, durante las horas del día, abren bien sus ojos, alerta y encantados, para buscar el mejor lugar donde, a salvo, poder gozar, ellos también, de las noches purpúreas. ¡Pobres! Por más estrategia que planeen, uno al menos caerá esta noche. Anteayer le tocó a la liebre Lubertina. Cuando salió a contemplar cómo se espolvoreaba de purpurina el cielo, quedó de un obnubilado tal, que olvidó volver enseguida a su madriguera. La pobre desdichada acabó en las garras del búho Rodrigo, que cenó de lujo. La noche anterior, le tocó a la dorada Daniela; al apartarse unos minutos de su grupo, en la bahía, para cantarle un poema a la luna. Se la zampó, de un sólo trago, Loreto, el pelícano calvo. Y la misma suerte sufrieron Rodolfo, el perrito de las praderas; Julieta, el ratón azul de cola corta; Sofía, la trucha roja; Jacinto, el conejillo de campo; Fulgencio, el milpiés despistado; Augusta, la ardilla pelirroja; Romualdo, el saltamontes enamorado, y muchos, muchos más.

Aquel año, la Nildea de Púrpura había elegido pasar los meses de otoño en esta parte del mundo, donde el clima es ligeramente húmedo y amable. Se paseaba todos los días, de allí para acá, sobrevolando los prados verdes, que cubren el valle y decoran el costado de las colinas, y la hermosa arboleda de chopos, que lucen sus hojas verde-plata bajo los rayos más tímidos del sol. Al anochecer, el viento repartía sus luces por doquier. Millones de estrellas diminutas centelleaban sobre nosotros. Todos salíamos a verlas.

La caza nocturna funcionaba estupendamente. Grandes eran los banquetes que celebraban las aves en las cumbres de los acantilados vecinos, en las cuevas secretas de los montes y en las altas copas de los árboles. Sus presas parecían haberse rendido al chivatazo de las hojas purpurina. Salían hipnotizadas por las luces, sin importarles más nada. Como agradecimiento, las aves iniciaron a llevar ofrendas al colibrí mágico. Al principio, dejaban sólo una parte de la presa: una pata o una aleta o una cola o una oreja, que decoraban cuidadosamente con bellas y perfumadas hierbas, y que vigilaban hasta el amanecer, para que ningún carroñero se adelantase a la Nildea. Sólo se marchaban, una vez que el colibrí hubiese pasado y notado el regalo. Con los días, las ofrendas pasaron a ser más importantes y numerosas. En una semana, ofrecían el animal entero y vivo. Elegían siempre el tercer animal cazado de la noche. Lo apresaban bien al tronco de un gran árbol, lo decoraban con hierbas y esperaban por turnos.

Un día, una gata se acercó antes de que la Nildea apareciese. Era muy temprano. Los primeros rayos de sol habían iniciado a arañar el horizonte y se abrían ya paso a través de las sombras. La gata estaba hambrienta y preocupada por sus cachorros, que no comían desde hacía días. Su grito, desesperado y tétrico, penetraba por los huecos del silencio nocturno y todavía oscuro. Era de una intensidad tal, que llegaba a escucharse en las primeras casas del pueblo. Mientras tanto, en un claro del bosque, una familia de lechuzas preparaba a Gabriela para ofrecerla a la Nildea de Púrpura. Ya la habían atado alrededor de uno de los chopos, cuando escucharon el primer maullido. La gata estaba cerca. Desde allí, los maullidos eran terriblemente ensordecedores. Se estremecía el cuerpo de puro miedo.  Aguantaron el primero. Después del segundo, casi no conseguían colocar las hierbas, se les caían de los picos. Al escuchar el tercero, huyeron despavoridas, dejando las hierbas amontonadas sin cuidado, por encima y a los lados de Gabriela, que a poco estuvo de sucumbir a las garras de la gata. Por suerte, su dentadura de buen roedor la desató sin gran dificultad y, en pocos segundos, pudo escapar del aromatizado lecho de muerte y salvar la vida, trepando el árbol que habían elegido para apresarla. La gata la vio de lejos y corrió para atraparla. En un abrir y cerrar de ojos, había llegado y saltado de corrido al tronco para treparlo, pero resbaló. Lo intentó varias veces, mas su cuerpo no estaba ágil ni tenía ya fuerzas para lograrlo. Gabriela la miraba asustada desde las ramas más altas. Las quejas de la gata aumentaban. Eran estridentes y dolorosas, muy largas y profundas. Lloraba desconsolada. Temía por sus cachorros, que bien podían morir en cualquier momento por inanición. Ella misma empezaba a confundir realidad y delirio y las imágenes en sus ojos se sucedían borrosas y deformadas. Amanecía.

La Nildea de Púrpura se iba acercando. Había ya rociado de luces el prado colindante, de donde salían curiosas cabecillas de la tierra. Un centenar, por lo menos, asomaban a la superficie y desaparecían, en un intrigante laberinto bajo tierra, para aparecer de nuevo con sus ojos saltones, unos metros más lejos. Eran familiares de Rodolfo. Movían sus cuerpecillos como si de una coreografía se tratase, emitiendo sonidos que recorrían de cabo a rabo el prado entero. Desde lo alto, este subibaja de cabecillas formaba un baile musical, que a la Nildea invitaba a dibujar hermosos tirabuzones en el cielo. Las luces del sol se escurrían entre las plumas de este diminuto y divertido ser que, en realidad, no entendía cuán espectacular fuese su presencia para los habitantes que lo rodeaban. La Nildea siguió volando hacia la chopera donde, desde una de las copas más altas, Gabriela observaba detenidamente el titubeo vacilante de la gata hambrienta. Al verla en una posición tan elevada, la Nildea se acercó y se posó al lado. Los destellos de luz del hermoso plumaje dejaron, por un instante, ciega a Gabriela, haciéndole perder irremediablemente el equilibrio. Mientras caía al vacío, rebotaba de piso en piso, amortiguando los golpes con el musgo crecido en la corteza y con las ramas más jóvenes, tiernas y verdes. Abajo, esperaban impacientes las garras y colmillos de la gata. Por suerte para Gabriela, varias ramas fueron partiéndose durante la caída, acumulándose en el aire hasta llegar de golpe al suelo. La gata quedó muerta en el acto. Gabriela remató escasos segundos después. No murió, pero quedó inconsciente todo el día.

Cuando se hizo de noche, las hojas purpurinas volvieron a volar con el viento, atrayendo el apetito voraz de las aves nocturnas. La misma familia de lechuzas volvió a la chopera con varios ratones en sus picos. Al ver a Gabriela moribunda, se acercaron a curiosear. No sabían que la misma gata, que les había espantado al amanecer, yaciese petrificada bajo las ramas ni que sus pequeños cachorrillos la esperasen quietos y escondidos en las sombras, alrededor del árbol. Bastó que una de las lechuzas se adelantase a comprobar el estado de Gabriela, para que los gatitos se lanzasen con ímpetu contra ella. En un santiamén, desplumaron a la lechuza atrevida y descubrieron su apetito carnívoro, comiéndosela. Las demás huyeron dando tropezones mientras intentaban retomar el vuelo. Esa noche, los roedores se salvaron junto a Gabriela. Festejaron bailando y comiendo semillas hasta el amanecer, sin alejarse de los gatitos que siguieron chupando los huesos de la lechuza desventurada, durante varias horas largas.

Mofred


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