Luces
El pescado ha salido poco
hecho. Diez minutos más habrían bastado, pero no importa. Una cena perfecta, en
noche vieja, trae mala suerte. Necesita jaleo. El mantel también lo necesita.
No puede quedar tan limpio. Le hace falta el charco emotivo de vino, la mancha
de mayonesa que delata el ansia de la gula, los salpicones que alientan el
ánimo y los restos de comida servida, junto a millones de migas. Sólo que, para
estas fiestas, sobran las sillas. Ni primos, ni tíos, ni amigos, ni abuelos… ni
siquiera el vecino que insiste para tomar la última copa en el bar. Rosario y
Víctor se miran. Sonríen. Salió crudo, se dicen. Ambos desean tirar algo. Hay
que manchar el mantel como sea. Mientras tanto, en la radio ponen una música
horrible y despiadada de discoteca que enerva y saca de sí a cualquiera: agravan
el silencio callejero, la ausencia de bocinas, de gritos, de bailes y de
fiestas caseras. No hay nada, ni dentro ni fuera. Tan sólo las luces
intermitentes de los balcones, que gritan como nosotros, sin hacer ruido.
Vamos, tira algo, piensa Rosario. ¡Vamos, carajo! Si lo hago yo, se va a notar
que lo he hecho a posta. Víctor la mira. Ya tiene de nuevo esa mirada de loca…
fuera de sí. Bien, bien. Es el momento justo. Hago así con la mano y tiro un
poco de cava… ¡Uy, perdóname amor! Qué suerte, está de buen humor. Parece
incluso contenta, piensa. Rosario no tarda en ritualizar la mancha y moja con
ella todas las sienes: las suyas, las de Víctor y las de Paquito, que se
divierte en su trona pasándose la comida de un plato a otro. Los tres se miran.
Rosario y Víctor brindan, entre ellos y con Paquito, que levanta orgulloso el
biberón de agua y, con gran salero, lo lanza. Son ciertas las ganas de acercar
a Paquito a la mesa. Ambos lo han pensado. ¿Lo acercamos? Rosario sigue
concentrada. Lo intenta. Quiere tirar algo más. ¿No quieres un poco de mayonesa,
Víctor? ¿Más Cava? Víctor, que no ha oído nada, se levanta para llenar la jarra
de agua. Rosario sonríe. Lo tiene de espaldas. Sin dudarlo siquiera un
instante, se inclina sobre la mesa para alcanzar las salsas casi intactas. Son
estupendas para las manchas. Basta coger un poco de mayonesa y otro poco de
salpicón bien aceitoso, con sus respectivas cucharillas y dejarlas apoyadas al
azar, sobre el mantel. Después, mete los dedos en su cava y reparte las gotas
por la mesa. Lo repite un par de veces. Rápido. Paquito la observa muy atento.
Está encantado con las maniobras de su madre. Víctor se sienta. Mientras
llenaba de agua la jarra, tramaba él también hacer algo con las salsas. ¿Dónde
está la cuchara de la mayonesa, amor? ¡Uy, pero si está aquí! ¡Ahí va! Se
manchó un poco el mantel… No pasa nada, Víctor. ¡Da buena suerte!
La niebla de las colinas va
cubriendo poco a poco las vistas, las distorsiona delicadamente. Paquito quiere
bajar. Quiere saltar y correr. A pesar del cansancio, que empieza a pesarle en los
ojitos, el capricho puede con todo. Baila y canta y corre veloz de una pared a
otra, aun sean escasos los metros de la casa. No tarda en llorar y en tirarse
al suelo. Con una mirada sola, Rosario y Víctor entienden el pacto y se ponen
manos a la obra. Ha llegado el momento de dormir al pequeño.
Faltan apenas cinco minutos
para el año nuevo. Paquito ya ronca en su cuna. Rosario se ha vuelto a poner los
tacones colorados y un poco de rojo en los labios. Víctor la espera, contento.
Prepara dos tragos. Su aguardiente de orujo y un cava rosáceo. Ella ha dejado
de lado doce gajos de mandarina. No están muy allá, pero los deja ahí, por si
acaso. Un minuto. Basta cerrar los ojos. Son las doce. No hay campanadas, pero un
juego de peonías verdes, amarillas y rojas distraen a Rosario de sus doce gajos.
Miles de luces atraviesan las capas veladas y húmedas. El cielo entero está
iluminado. Hay silbidos y abanicos de cometas blancos que apenas se adivinan
tras los edificios altos. No importa, nos gusta el ruido de los petardos y de
esos hilos enredados, que van a terminar su acto con grandes palmeras de plata
y largos sauces y crisantemos dorados. Todos contemplamos. Hay más voladores,
más petardos y espirales, bengalas y colores que celebran el nuevo año. Por
fortuna, Paquito aún duerme. Los fuegos siguen. Las ventanas aguardan. Alguno hay,
que sale emocionado al balcón. A echar sus petardos y sus silbidos, sus humos
de colores, sus canciones y más estribillos bienaventurados que, a duras penas,
consiguen sosegar los abrazos no dados.
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