Los tres de siempre

 

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Varios libros esperan sobre la cama. En el cuarto, la luz es ya muy tenue. Las ventanas llevan horas cargándose con la sombra fría del norte, que viene a relajarse todos los días a este lado del edificio. Una mano, poco diestra, se aproxima a hojear los libros. Lo hace desordenadamente y con una delicadeza, más bien torpe, que arriesga el cosido de los lomos por cada hoja que, al pasar, se topa con las dobleces de la manta sobre la que reposan. Enseguida, otra mano acude para ayudar. Ésta parece más tímida, pero es igualmente torpe. Una y otra vez, ambas pasan juntas y concienzudamente las hojas, hacia adelante y hacia atrás, arrastrándolas sin remedio, sobre la superficie ensortijada de la lana. Incluso, las comentan con extraños vocablos que ningún libro presente puede interpretar. «¿Ya?».

Un dedo se ha parado en una de las páginas. Juega a seguir las letras. Las sigue horizontalmente, sin prisa, y al llegar a un espacio, salta de una a otra en diagonal. Se divierte un rato con las líneas y las formas de sus huellas. Después, pasa la página. La comenta. Pasa otra. Observa. La comenta también. Cierra el libro. Lo cambia por otro y vuelta a empezar. Lo abre, sigue las letras, pasa las páginas, las comenta, todo igual. De pronto, con la misma mano, se viene el brazo entero a sumar fuerzas y agarran, de golpe, tres libros. Totó, Fangüi y Babau. Los mismos tres de siempre. «¡Mami!  ̶ ¿Ya?  ̶ Sí.».

mofred

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