Tierra de Mar

 

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Sólo donde tú me miras, me retienen las historias de estas letras que invento, mientras espero al horizonte teñirse, en el negro profundo azul que me acompaña. Sólo entonces, el perfume de las azucenas me envuelve desde las dunas y me lleva contigo, lejos, entre las adelfas, de blanco y de rosa, por los caminos de tierra, donde las murallas de piedra se abrazan a los campos copiosos de uva, al lado de las exuberantes tunas, que celosas custodian los bellos olivos ancestrales, presumidos e inmóviles, retorcidos, como yo, casi inclinados, en una postura de baile, que adquieren para no asustarnos. Después, basta con mirar hacia arriba y dejarnos llevar por las nubes que recorren el cielo: avanzan en línea hacia la costa, donde aprovechan para respirar un poco, antes de volver a las tierras rojas del interior, que soportan, en silencio, las horas lentas y ardientes del verano. Nosotros, en cambio, nos quedamos aquí, sobre la arena dorada, que se nos pega por todos lados y nos acerca, nos anima a cuidar el uno del otro, a quitarnos de encima, uno a uno, los diminutos fragmentos de concha desmenuzada, pulida en un mar lejano, a fingir que queremos quitarlos, con tal de quedarnos pegados, piel contra piel, en la playa. Mírame. El agua está tranquila verde esmeralda. Fresca. Se acuna por momentos con la corriente fría, que viene del fondo marino, a burbujear en la orilla, con un finísimo hilo de espuma, que se nos agarra graciosamente a los tobillos desnudos y entrelazados. Luego, desaparece. Huye. Está por llegar la hora azul de la tarde. Salen, a tropel, los mosquitos. De las dunas y de los arbustos que se encuentran más atrás; de la tierra pantanosa, a la que remedian por fortuna los eucaliptos que ahí se erigen. Pero no basta. Nos atacan batallones, surgen de la nada, hasta de las sombras del ocaso, ¡están por todas partes! Consiguen meterse incluso bajo las ropas, ¡no tienen piedad! El sol se hunde aún más y nosotros corremos, ¡escapamos! Mientras me sigas mirando, nosotros corremos, corremos hasta tocar las estrellas, que hoy caen sin mí, porque te busco entre estas letras que me asaltan, que me atan a los deseos y a las tripas, ¡que me hacen enfermar! No puedes no mirarme. ¡Mírame! Al menos, una vez más. Que las letras, que nos quieran seguir contando, se desahoguen, antes de que se desvanezcan, antes de que se asfixien entre los recuerdos che, a nosotros, ya no nos recordarán.

 

Mofred
(traducido del original “Paesaggio di mare”)


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