Ganas de verte
Hola.
No sé si esta palabra es la más adecuada… después de tantos años, uno ya no
sabe cómo empezar. Ni siquiera sé si leerás este mensaje. En cuanto me enteré
de que ibas a venir, estuve buscándote en la base de datos que tenemos por aquí.
Es una de esas antiguas. De papel. Los nombres están guardados por orden
alfabético. Hay que ir uno por uno. Aparte de eso, no hay mucho más. No hay
manera de hacer una búsqueda avanzada. Di con tu nombre por casualidad.
No sé cuántos
rollos de papel deben de haber almacenados en las arcas. Parecen pocos porque
las arcas son tremendas y crecen indefinidamente, pero en realidad son muchos
los rollos que guardan. Un número infinito. Aquí, la tecnología no sirve. No
funciona. Te irás dando cuenta. ¿Qué tal tu vida? ¿Qué has hecho? Antes te
gustaba hablar de todo lo que querías hacer. Todos los días me lo repetías.
Desordenadamente, pero siempre lo mismo. Era fascinante. Tu obstinación era
fascinante. Además, tenías esa atracción particular por lo inalcanzable. Por probarlo
todo. Cuanto más rozase el límite, mejor. Y esa pasión exacerbada por el primer
instante de las cosas. Lo importante que resultaba para ti observarlo. Explorarlo. Casi tocarlo. Olerlo. Siempre con
esa curiosidad espeluznante que te caracterizaba. Morbosa. Que, en ocasiones, me preocupaba. De
hecho, pensé muchas veces que hubiese preferido que fueses normal. Aburrirme.
Parece de locos, lo sé. ¿Recuerdas el atlas? Pesaba una barbaridad. Lo dejabas
caer de la estantería al suelo para cogerlo. Decías que así era más fácil. Te
subías a la silla y gritabas: “¡libro va!”. Avisabas después de tirarlo fuera. Cuando
ya no había remedio. Eso no me gustaba. ¿Recuerdas? No sé si fue casual. O si
lo hiciste adrede. El aire quemaba de repente. No quise mirarte a los ojos. Me
dabas miedo. Aquel día, sacaste el atlas con ahínco de su hueco. Parecías un
látigo furioso que aparecía de la nada como todas las desgracias. No gritaste. El
atlas fue a parar con gran violencia contra el suelo. Parte de mí quedó
atrapada debajo. Aún me duele, es cierto. Aunque no es el mismo dolor de antes.
El de ahora es más bien psíquico. Un recuerdo traumático... A ti, en cambio,
veo que te dura la cicatriz. Vaya. Siento haberte arañado… puro instinto. Vi tu
foto. No todos añaden una foto a los datos. Esto también me ha ayudado para
encontrarte. A ti siempre te gustó añadir tu foto. Mirarte. Comprobar que eras
tú. Saber que eras tú. Me gustaba cuando las añadías en el atlas, cuando las
pegabas en los lugares adonde querías ir. Estabas obsesionado con el fondo
marino. Con su aparente espacio cupo y desierto, sus animales tenebrosos,
monstruosos, tan poco habituados a nosotros, a vernos pulular alrededor. Decías
que un día me llevarías contigo. Que iríamos juntos. Me hacía ilusión cuando me
lo repetías. Se encendía un jardín de luz dentro de mí. Y necesitaba que no se
apagase. Me agarraba fervientemente a aquella luz, mientras tú me mostrabas la
oscuridad punzante que reinaba en los fluorescentes de aquellas ilustraciones
fantásticas. Hasta que un día, empezamos las sesiones de entrenamiento en el
lago. El agua estaba congelada. Al menos, podías haber esperado al verano. Te
odié.
Dicen
que hay un paso entre el odio y el amor. Para mí no fue un paso. Más bien una
superposición. Un transgredir de lo insoportable. Una perforación perniciosa.
Una invasión. Un susto que me complicaba por dentro. Te odié. Mucho.
Profundamente. Y, sin embargo, seguía necesitando saber de ti, alegrarme por
ti, sentirte. No sé cómo pude aguantar tanto. Incluso cuando me mantuviste bajo
el agua ardiendo en la bañera, aguanté. Te arañé un poco. Casi sin fuerzas. Y
sin rabia. Sólo por desesperación, que era lo único que perduraba en mí. Para
colmo, me sentía culpable y me acercaba a ti. Buscaba tus manos, tus caricias,
tus besos… tú sonreías. Te sonreías a ti mismo. Y luego, empezaste a clavarme
cosas. Por aquel entonces, ya ni reaccionaba. Me convertí en tu experimento
preferido. Me cortaste las uñas. Los bigotes. Un trozo de oreja. Me remataste
la cola, lo que quedaba de ella… Agradezco las veces que me drogaste. No
entiendo por qué, de pronto, dejaste de hacerlo. Afortunadamente, yo ya no
sentía nada. Hace tanto tiempo de todo esto, que me emociono. Me encantaría
verte de nuevo. Al fin y al cabo, éramos inseparables. Leí que te reencarnaste
en gato. ¡Cómo son las cosas! Yo tengo manos y pies. Soy alto. Ven a casa.
Tengo ganas de verte.
mofred
relato, poesía, teatro
Historias para un Instante de Amor - poesía
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mofredPoet - poesía en movimiento
instagram/lafalfy
¡gracias por leer!
Maravilloso!
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