Niebla
No se
oía nada más. Los últimos tacones habían cruzado la plaza cuando el reloj
marcaba aún las nueve menos diez. Se habían esfumado en los brazos de la niebla
densa de la noche, como todos los demás zapatos y ruedas que habían corrido con
risas a sus citas, a las casas de los que los esperaban impacientes para la
cena. Sólo se veía hablar a las luces, que hablaban con su particular modo de
hablar, bailando a través de los cristales empañados y alternándose con las
sombras de los comensales. Gesticulaban como ellos. Parecían divertirse. Estaban
a gusto e inmersos en una especie de calma eufórica, que los iba convenciendo
con los mejores augurios. Fuera, la luna se divertía también. Se aventuraba entre
las capas de niebla más finas; las vestía cuidadosamente, retocando los bordes de
seda, con suaves pinceladas de blanco platino, que iluminaban por turnos las
paredes de ladrillo y piedra, embrujando sin remedio a la noche y a los únicos veintiocho
habitantes de la plaza.
La
famosa familia de ratas, que vivía en los subsuelos del Banco Central, asomaba ya
sus cinco hocicos fríos por las rendijas de la alcantarilla mayor, justo
enfrente del ayuntamiento, en cuyo balcón, se cobijaban las diez palomas
pardas, hermanadas de por vida, que poblaban ruidosamente los tejados y los
suelos de la plaza durante el día. Los recorrían con ansia, escapando de las crías
de humano, que las perseguían sin compasión ni tregua apenas se posaban para
picar algo, y de los once gatos huérfanos del barrio, que las asaltaban en los
tejados. Los once eran hermanos de dos camadas distintas. Esperaban
hipnotizados, como los demás. Seguían los juegos de luces de la noche,
insólitamente apretados los unos contra los otros, muy cerca de los sótanos por
donde pasaban las tuberías de agua caliente. Los cuidaba don Rogelio, el viejo
de barbas rubias, y Matías, su fiel amigo mastín de pelo gris, que, como el
resto de los veintiocho, dormían al fresco, envueltos con cartones y harapos de
lana. Sólo esa noche, compartían algo con aquéllos de las casas. Todos aguardaban
a la media noche.
De
pronto, una ráfaga de aire atravesó la plaza, llevándose consigo los papeles y plásticos
de las papeleras que la rodeaban. Movió incluso una botella que, después de titubear
un par de veces, consiguió caer contra el suelo de piedra, sin romperse, y
empezó a rodar. El ruido del vidrio contra la piedra se oía por todas partes. Enseguida,
las palomas se alarmaron y echaron a volar. El eco retumbaba en el aire y se
amplificaba, deslizándose por los frescos de las bóvedas medievales de los
soportales. El silencio, muy cauto de principios, se apartó rápidamente de su
camino. Silbaba, como el viento, que se escapaba por las esquinas, mientras las
grietas se despertaban emocionadas, deseando abrazar a la botella que rodaba sin
parar. Todas ellas, numerosas en el suelo y en los muros, saludaban coquetas,
flirteaban en la penumbra con el ruido discontinuo del vidrio, que aceleraba,
giraba, frenaba un poco y saltaba, tomando carrerilla al azar hasta la
siguiente rebaba roma que lo volvía a desviar. Tras varios saltos y vueltas, la
botella cruzó la plaza entera. Se paró al tocar un bordillo, bajo un soportal. Aún
contenía líquido. La familia de ratas observaba curiosa y atenta. Tanto era
así, que no habían reparado aún en sus hocicos congelados, pegados a los
barrotes de sus aposentos señoriales. Los once gatos, que habían estado
correteando detrás de la botella, estaban ahora quietos, inmóviles, más incluso
que las ratas. Sus ojos brillaban en medio de la niebla. Sólo se movieron con
el repentino ajetreo de las palomas, que volvían a su refugio y aterrizaban
torpemente, removiendo las varias plumas y excrementos acumulados en los
escombros del viejo balcón. Tenían curiosidad. Como todos. Esperaban a don
Rogelio. La botella se había parado justo delante de él. Le costó levantarse
para alcanzarla. El frío le había dormido las articulaciones. Al descubrir que
no estaba vacía, sonrió y le dio un buen trago, antes de dejarla colocada, al
lado de las demás botellas que guardaba.
La
plaza volvió a callarse. Estuvo callada todo el tiempo restante. Don Rogelio,
que enseguida había vuelto a su rincón bajo los harapos, observaba boca arriba
a sus vecinos y a los invitados de las casas. Quedaba poco. Notaba la alerta en
las sombras. Mientras tanto, los gatos se habían acurrucado en frente. Esperaban
a Matías, que comía y bebía tranquilamente bajo los cartones, donde había
guardado un poco de cena y agua. Antes de volver a acostarse, se puso en pie y
mantuvo firme su vieja cadera frente a la plaza, mostrando satisfecho su rabo,
que giraba esbelto en el aire como hacía tiempo que no giraba. Era la señal. Los
gatos se acercaron contentos, apresurándose a descubrir lo que les tocaba de
cena: croquetas en salsa con guisantes y un vaso de leche que don Rogelio conseguía
para ellos. Comieron con gusto. No levantaron sus bigotes empapados de la
salsa, hasta que no hubieron terminado por completo, ni siquiera cuando el
estruendo de los aplausos irrumpió por fin en las calles. Todos gritaban.
Celebraban el año que comenzaba con gran escándalo de cohetes y fuegos
artificiales. El susto agitó vehementemente la tranquilidad de las palomas y la
sangre de las ratas que, por suerte, derritió el hielo de sus nobles hocicos y
pudieron esconderse sin daños mayores. Los gatos siguieron relamiendo sus
bigotes, aún después de que ya no quedase más nada. Sin tardar, se pusieron a
saltar y a maullar alegres encima de los cartones, desordenándolos y
esparciéndolos por todos lados. Matías jugaba también. Ladraba armando gran
jaleo. Cuando acabaron, Don Rogelio sonrió y terminó la botella de un trago. No
hablaba el lenguaje de los gatos ni tampoco el de los perros, pero, aquella
noche, mientras recuperaba sus cartones, estuvo seguro de haber entendido algo.
«Matías…
hueles a gato…
– ¡Maldita
sea!».
Sacudió
enseguida sus oídos. No entendió más.
mofred
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